jueves, 13 de diciembre de 2007



Un perro en el subte, o lo que duele mantenerse atento.

El sábado pasado y subí al subte. En una de las paradas que va de Retiro a Constitución, las puertas se abrieron con un chiflido y entró un perro color café. No me pregunten cómo llegó ahí, hay que bajar varias escaleras y eso es todo lo que sé.


(Para los que no vivan en la Capital, tal vez sirva aclarar que los fines de semana todo aquí está bastante desolado, y más si es fin de año).


Sigo. Muy poca gente viajaba y el bicho nos miró uno por uno.

Era un animal común y corriente, salvo por el hecho de estar en el subte. Tuve ganas de gritarle que se fuera a la cucha antes de que la máquina arrancara. Pero no. Se cerraron las puertas y su rutina anterior se perdió para siempre.

Me vino a la mente la palabra “irrevocable”. Esos ojitos marrones nunca volverían a ver la estación en la que habían subido. La ensalada de metal que nos transportaba ya seguía, sin prestar atención a ninguno de nuestros gestos.


En mi cabeza aparecieron subtes invisibles en los que seguramente nosotros, que nos creemos tan pensantes, nos subimos sin tener ninguna idea del destino. Entramos a esos vagones con gestos pequeñitos, acaso tan despreciables como los pocos pasos que metieron al viajero insólito en aquel espacio nuevo que iba a cambiarle la vida.

Maldito perro, nada de eso le preocupaba.

Me bajé -¿cobardemente?- antes que él. Todavía pude verlo cuando empecé a subir por la escalera mecánica; su vaivén paseando de un vagón a otro mientras todo el tren ya se movía otra vez. Salí: ví la tarde que se desarmaba en un fin de semana desierto y me subí a la calecita de mis preocupaciones. Me deslumbró la luz de la calle.

Un segundo antes de olvidar esto que cuento, me despedí de aquel polizón imaginándolo rumbo a lo desconocido, moviendo la cola con alegría.

F.G

(gracias Bruno por posar para la foto)