Un perro en el subte, o lo que duele mantenerse atento.
El sábado pasado y subí al subte. En una de las paradas que va de Retiro a Constitución, las puertas se abrieron con un chiflido y entró un perro color café. No me pregunten cómo llegó ahí, hay que bajar varias escaleras y eso es todo lo que sé.
(Para los que no vivan en la Capital, tal vez sirva aclarar que los fines de semana todo aquí está bastante desolado, y más si es fin de año).
Sigo. Muy poca gente viajaba y el bicho nos miró uno por uno.
En mi cabeza aparecieron subtes invisibles en los que seguramente nosotros, que nos creemos tan pensantes, nos subimos sin tener ninguna idea del destino. Entramos a esos vagones con gestos pequeñitos, acaso tan despreciables como los pocos pasos que metieron al viajero insólito en aquel espacio nuevo que iba a cambiarle la vida.
Maldito perro, nada de eso le preocupaba.
Me bajé -¿cobardemente?- antes que él. Todavía pude verlo cuando empecé a subir por la escalera mecánica; su vaivén paseando de un vagón a otro mientras todo el tren ya se movía otra vez. Salí: ví la tarde que se desarmaba en un fin de semana desierto y me subí a la calecita de mis preocupaciones. Me deslumbró la luz de la calle.
Un segundo antes de olvidar esto que cuento, me despedí de aquel polizón imaginándolo rumbo a lo desconocido, moviendo la cola con alegría.
F.G