lunes, 17 de diciembre de 2007
Construyamos un puente y vamos al hormiguero
La semana pasada apareció en el NY Times una nota muy interesante sobre la forma en que las colonias de animales funcionan a la manera de un cerebro colectivo.
La onda viene más o menos así: Iain D. Couzin, investigador de la universidad de Bristol (Reino Unido), se preguntó porqué las hormigas cuando pretenden volver a su "casa" no se atoran a la manera de los seres humanos de las ciudades. Muy por el contrario, los animalejos se desplazan a gran velocidad, aún en estados de superpoblación. Nada que ver con lo que hacemos nosotros en autos, colectivos y peatonales.
Pues parece que esa agilidad no tiene que ver con que ellas tienen seis patas y nosotros sólo dos (piernas, ejem, disculpen señores de la RAE).
Aparentemente, la investigación pertenece a un promisorio campo de la ciencia que cruza la mátemática, la lógica, la física y la biología. El tema es apasionante y pueden leerla en castellano en el siguiente post.
http://axxon.com.ar/not/180/c-1803033.htm
(de paso aprovecho para recomendarles Axxon, que es una página buenísima llena de artículos para pensar y dejar volar la imaginación)
...Quien sabe, tal vez todos los que leemos esto o vemos el programa formamos parte de un pensamiento más amplio, cuyo sentido supera nuestras individualidades.
jueves, 13 de diciembre de 2007
Un perro en el subte, o lo que duele mantenerse atento.
El sábado pasado y subí al subte. En una de las paradas que va de Retiro a Constitución, las puertas se abrieron con un chiflido y entró un perro color café. No me pregunten cómo llegó ahí, hay que bajar varias escaleras y eso es todo lo que sé.
(Para los que no vivan en la Capital, tal vez sirva aclarar que los fines de semana todo aquí está bastante desolado, y más si es fin de año).
Sigo. Muy poca gente viajaba y el bicho nos miró uno por uno.
En mi cabeza aparecieron subtes invisibles en los que seguramente nosotros, que nos creemos tan pensantes, nos subimos sin tener ninguna idea del destino. Entramos a esos vagones con gestos pequeñitos, acaso tan despreciables como los pocos pasos que metieron al viajero insólito en aquel espacio nuevo que iba a cambiarle la vida.
Maldito perro, nada de eso le preocupaba.
Me bajé -¿cobardemente?- antes que él. Todavía pude verlo cuando empecé a subir por la escalera mecánica; su vaivén paseando de un vagón a otro mientras todo el tren ya se movía otra vez. Salí: ví la tarde que se desarmaba en un fin de semana desierto y me subí a la calecita de mis preocupaciones. Me deslumbró la luz de la calle.
Un segundo antes de olvidar esto que cuento, me despedí de aquel polizón imaginándolo rumbo a lo desconocido, moviendo la cola con alegría.
F.G